
18 Jul Una de confesiones personales
Esta va de confesiones, ¿eh?
Hace poco, releyendo mi historia personal, me percaté de que he de reconocer, una vez más, que Dios es una constante en mi vida. Claro que he tenido momentos de rechazo, pero con la boca pequeña, más en mi adolescencia, con esa rebeldía tozuda nacida de la edad.
No recuerdo en qué momento de mi vida Dios empezó a ser una realidad notoria. Tampoco cuándo esa realidad se transformó en una necesidad. Dios estaba a mi alrededor, como los muebles, mi familia, la gente o el aire. Ocupaba un espacio, era algo absolutamente natural, no necesitaba realizar esfuerzo alguno.
Cuando ingresé en el monasterio me di cuenta de que no todo el mundo tenía esa vivencia de Dios. Algunas de mis hermanas podían recordar, perfectamente, en qué momento tuvieron un encuentro “tumbativo” con Dios. De repente, todo eran caídas de caballos, conversiones llamativas, luchas a brazo partido por no sentir…
Decidí leer otras experiencias recogidas en algunos libros. Efectivamente, las más atractivas eran esas que narraban los encuentros inesperados con el Señor. Tengo que citar la narración, bellísima, de García Morente en “El hecho extraordinario” (puedes leerla pinchando en el título), o la de Frossard…
Estas narraciones me parecían fascinantes, siguen pareciéndomelo, y vuelvo a ellas con cierta periodicidad.
Hablé con algunas personas y, sorprendentemente, un número importante de ellas podían contarme también cuándo se encontraron con Dios por primera vez. “Eran las cuatro de la tarde…”.
De vez en cuando venían al monasterio grupos de adolescentes para vivir una jornada de oración con nosotras. En los diálogos, por supuesto, salía la pregunta: “¿cómo fue tu vocación?”. Confesiones. No me gustaba nada responder a esto. Sentía que mi historia era plana, carente de emoción y de “enganche”. No tenía nada que contar, Dios estaba y punto. ¿Crisis? Sí, desde luego, pero Dios estaba, y punto. ¿Qué más podía añadir? ¿Mi camino? Pues eso, visto así… un aburrimiento.
Pero es que, no me concibo sin Dios.
Me recuerdo de niña, lectora voraz de todo lo que fueran letras, absolutamente seducida por las narraciones del antiguo testamento (de una vieja biblia heredada y escrita para niños), todas llenas de luchas, guerras, amores, conquistas, búsquedas, huidas… Eran novelas diminutas que me hacían viajar tanto como las de Julio Verne o Walter Scott.
No, mi historia de fe no es atractiva. No me concibo sin Dios. Por mucho que me esfuerzo no logro recordar en qué momento Dios se presentó en mi vida pegando un aldabonazo en mi puerta. A lo mejor no he tenido puerta…
No recuerdo cuándo me llevó al desierto y me habló al corazón, o cuándo me tomó de la mano y me llevó por el camino como un padre lleva a su hijo.
No soy consciente de en qué momento lo busqué en el viento o en el terremoto, sin encontrarlo, porque jamás ha desaparecido.
No sé si estaba en la brisa, en el monte, en la zarza o en la palabra de otros.
Dios está, y punto.
Ahora ya no tengo problema en contar mi historia de fe, esta tan anodina y aburrida, porque la vivo como un privilegio. Lo que parece rutina es realmente un regalo, una presencia serena, silenciosa y discreta. Claro que ha habido momentos de torbellinos, de afectos más elevados, como también los ha habido de frialdad, como en cualquier relación de amistad, de pareja, familiar… Dios no es un allí, es un aquí concreto, cotidiano, que ocupa un espacio y un tiempo en mi vida.
Lo que veía como una historia insípida lo vivo ahora como una verdadera fineza espiritual. Conozco a Dios desde que nací. Nos conocemos del derecho y del revés, aunque suene poco atractivo, aunque no haya caída de caballo, ni conversión espectacular, con luces, voces o apneas provocadas por lo increíble de la experiencia. No. Yo paseo con Dios al caer la tarde, compartimos manzanas, cruzamos mares a pie enjuto, echamos la siesta en algún desierto y nos sentamos en cualquier monte a contemplar.
Pues sí, qué pasa, toda la vida de la mano de Dios, desde el primer berrido, y espero que sea hasta el último.
Fin de las confesiones.