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¿No puedes ir donde quieres?

Después de unos años en el monasterio, adentrándome en la nueva manera de vivir que es la vida monástica, me doy cuenta del fuerte individualismo de nuestra sociedad. Unas veces manifiesto, y otras más sutilmente, se cuela en nuestra manera de mirar a las demás y a nosotras mismas, en nuestras expectativas y aspiraciones, en nuestras ideas sobre la felicidad y la plenitud.

Se ve muy claramente cuando explicamos a algún amigo/a o familiar nuestro estilo de vida. A menudo expresan su extrañeza con preguntas como: “¿Y no puedes hacer lo que tú quieres? ¿No puedes ir donde tú quieres? ¿No puedes comer lo que quieres? ¿No puedes comprar lo que quieres?”

Suele provocarnos pánico perder la capacidad de elegir. Y no nos damos cuenta de que esto nos convierte en personas más sofisticadas y difíciles de satisfacer, que nuestra alegría se esconde en lugares más alejados y el mal humor lo invade todo, que la supuesta libertad está enmarañada entre los sabores, lugares y experiencias más exóticos.

La vida comunitaria supone ir dejando el “yo” para encontrar el “nosotras”. La primera parte (dejar el “yo”) nos produce tal rechazo que ni siquiera solemos llegar a atisbar la segunda. Esto es lo que intentamos aquí, y la vida se transforma.

Un corazón generoso está pendiente de lo que sucede a su alrededor. Se aleja de la inmediatez y puede contemplar sus necesidades y las de las demás con objetividad, y por lo tanto juzga menos. No exige recompensas ni “lo mismo para todas”, sino que espera y se alegra de que todo vaya adelante, con él o sin él. No busca arañar tiempo ni protagonismo. No da con condescendencia, sino con compasión. Se mece al ritmo de la realidad y de las circunstancias. Sabe celebrar, porque nunca se celebra individualmente.

Se abre al gran misterio que nos propuso Jesús: elegir el último lugar, ver la vida desde abajo…