
10 Dic Tiempo de intimidad, tiempo para confiar.
Llevamos varios días cantando la frase «tiempo de intimidad, tiempo para confiar, tiempo del Espíritu».
Durante estos días de Adviento procuramos que todo gire hacia el interior, curvándose hacia lo profundo. Eso no significa evasión o negación de lo que sucede alrededor, al contrario, significa toma de impulso para afrontar la gran realidad de la Encarnación, la gran realidad de la dignificación humana.
La Ruah de Dios está mucho más activa en estas fechas y se desliza susurrando la buena noticia del próximo Nacimiento. Por eso es tiempo de intimidad, porque estas cosas no se proclaman a los cuatro vientos, más bien se expresan en momentos de familiaridad, en un ámbito de confianza.
El Adviento es un tiempo adecuado para ahondar en el silencio y hacer de éste espacio de fecundidad. Son cuatro semanas en las que, si somos fieles a nuestra verdad, podemos robarle a la extroversión minutos de profundidad y vida interior.
Avivemos nuestra capacidad de mirar, de observar. Los regalos que se nos ofrecen son ilimitados, pero necesitamos estar vueltos hacia el silencio, hacia la compasión, hacia la belleza.
Tiempo, tiempo… Que no llegue la Navidad y exclamemos, pesarosos, «¡¿ya?!
Estamos a las puertas de la celebración del más grande acontecimiento que la historia haya podido contemplar. Nuestros corazones se están preparando para retomar el canto del Gloria entonado por generaciones y generaciones de creyentes. Somos herederas, herederos, de una fiesta, de una noticia. Herederas de la promesa hecha en épocas ateriores, renovada fielmente, año tras año, tropiezo tras tropiezo, beso tras beso,…
En la intimidad del Adviento podemos escribir con los suspiros del alma aquello que esperamos, aquello que queremos entregar. El descenso de nuestra vida nos lleva al descenso de Dios hecho carne, hecho presente.
Tiempo para confiar, tiempo del Espíritu.
Tiempo para orar, para amar, para ser y dar.