El maravilloso don de Consejo

Fue un momento glorioso. No podéis ni imaginarlo, imposible. Ya intuía que tengo cualidades, soy monja, pero cuando en la vigilia de Pentecostés recibí el don de Consejo, todo quedó confirmado y la última de las piezas encajó suavemente.

Al día siguiente de la vigilia, en cuanto pude, busqué un lugar adecuado, visible, donde pudiera atender al mayor número de personas. Estaba deseando entregar mi don, ponerlo al servicio de los demás.

Preparé un par de butacas (reconozco que la mía era un poquito más cómoda, tenía intención de pasar mucho tiempo en ella, aconsejando), una bonita mesa y, sobre ella, coloqué un sencillo juego de café y un termo, grande, con agua caliente. Había recuperado una vieja caja de latón y la había rellenado con diversas clases de infusiones, todas libres de teína o de cualquier otro excitante. Finalmente, coloqué sobre la mesa un bonito cartel hecho con la pieza de tela en la que estaba cosida la palabra “Consejo”, mi maravilloso y brillante don de Pentecostés.

Hojeé el cuaderno que había preparado con múltiples consejos. Aunque ya era bastante grueso, aún quedaban páginas en blanco para añadir más. Tenía que estar preparada para aconsejar, tenerlo todo bien controlado. Tenía de todo: consejos para vivir en comunidad, para relaciones conflictivas (pareja, amigos, familia…), para toma de decisiones (amor, trabajo, vocación…), consejo sobre destinos turísticos, ropa y moda, cine, literatura, música, cocina, animales y huerta, en qué invertir el tiempo y/o el dinero, para los momentos de ansiedad, de crisis, de desamor, de tristeza, de euforia, sobre la vida espiritual, el futuro de la Iglesia, la situación de la mujer en la sociedad, el grado de pobreza de nuestro país… En fin, todo lo que se me había ocurrido, que era bastante (os recuerdo que había sido bendecida por el Espíritu con ese don), lo había escrito, minuciosamente, en ese cuaderno de tapas azules.

Esperé. Pronto comenzaron a acercarse algunas personas.  A una mujer de mediana edad, que se inclinó, curiosa,  leer mi letrero, la invité a sentarse en la butaca  me dispuse a comentarle alguna cosilla. Era obvio que necesitaba mi ayuda, la delataba la mirada triste, la risa que llevaba, la firmeza con que agarraba su bolso. Me sonrió y se levantó.

Un joven se acercó sonriendo y se sentó en la butaca. Me enderecé, aliviada, y él comenzó a contarme un montón de cosas. Cuando terminó, volvió a sonreirme y me dijo “me alegra haberte ayudado”.

El día, muy largo, fue transcurriendo así. Un caballero con pajarita, una pareja de ancianos, una niña con un móvil viejo…

Cuando decidí marcharme, me di cuenta de que no había abierto el cuaderno de tapas azules ni una sola vez. En realidad, no había abierto el cuaderno, pero tampoco la boca. No había pronunciado ni una palabra en todo el día, ¡ni una sola!

Me senté en mi cómoda butaca, agotada y frustrada. No había podido aconsejar a nadie. Mi don no se había puesto en práctica aún.

Cogí mi bonito cartel y jugueteé con él mientras reflexionaba por qué no había salido bien mi deseo de poner al servicio de los demás mi don del Espíritu. Leí la palabra, “Consejo”, y me quedé paralizada. No había leído la frase que estaba escrita, en letra más menuda, debajo del nombre del don. Decía, “vive escuchando”.

¡Sí había puesto en práctica el don! Por eso se alegraban algunos tras contarme sus historias, porque estaban ayudándome a ejercitar mi don.

“¡Ay, letrada y farisea hipócrita!”, me dije, que has creído que por ser monja tienes el derecho, el don de aconsejar sin ton ni son, confundiendo a veces el consejo con la opinión, alcanzando así la categoría de «sermón gratuito».

¡Ay, quienes nos creemos expertos/as en la vida del Espíritu, de la Teología, de la Iglesia, de la vida en general, expertos en lo que sea!, que nos arrogamos el derecho a comentar cómo deben vivir y actuar los demás!

¡Cuánta necesidad del don de la humildad tenemos en nuestra querida Iglesia!

He cambiado las butacas de sitio, y el cartel. Ahora pone “se escucha”, porque si alguien necesita hablar y compartir el desasosiego de su alma, o la alegría de camino, quiero estar disponible, abierta, discípula de sus palabras, y si en el transcurso de la conversación, el Espíritu coloca en mi boca alguna palabra que pueda dar luz, entonces mi misión será pro-nunciarla (“poner delante”), pero será cosa de Él, no mía, que lo mío es vivir escuchando, atenta a la irrupción de Dios en ese momento concreto a través de la belleza de quien comparte conmigo su precioso tiempo.

Gracias por escuchar a través de vuestros ojos.

Gracias, Ruah de Dios, por invitarnos a vivir atentas, a la escucha de tu soplo.