viernes aprender

Reflexión de Viernes Santo

1. Nacer de dentro: un camino, proyecto, una vida

2. La curvatura de tu vida

Hoy caminamos con la cruz.

Algunas veces vemos personas “encorvadas”, de una manera más o menos literal, y me pregunto qué cruz es la que llevan, qué es lo que les hace caminar así, avanzar por la vida con la mirada triste o torva, recelosa o amargada. Otras veces, en cambio, nos tropezamos con personas que, a pesar de llevar sobre sí una o varias cruces, caminan erguidas, procurando aportar alegría a esta vida en ocasiones demasiado apresurada.

No sé dónde tenéis cada uno y cada una la cruz, ni siquiera sé si es vuestra o si estáis llevando la de otros. Tampoco sé cómo la lleváis, si os pesa demasiado, si es que no sabéis agarrarla bien, si vosotras, vosotros mismos, si tú misma le añades un peso que no es original de la cruz, una serie de adherencias que no hacen sino engrosar el tamaño de la cruz, sin aportar nada positivo.

A la cruz, como al corazón, se le pegan realidades que no le pertenecen. Lo grandioso de la cruz no es sufrir con ella, en ella, sino, a partir de ella, descubrir ese espacio para expresar el amor, la generosidad y la entrega. Quizás no sea el único espacio, pero sí es un lugar privilegiado para manifestar la apertura del corazón.

3. Jesús humano, carpintero… Uno más entre otros muchos…

“Cristo, a pesar de su condición divina, no consideró como un privilegio ser Dios, al contrario, se vació de sí y se hizo uno igual que el resto de los hombres”… Flp. 2, 6-11

Miremos a Jesús.

Nos cuesta pensar en Jesucristo Jesús como un ser humano de carne y hueso, normal y corriente. O bien pensamos en un Jesús que es tan humano que no puede ser Dios. O , por el contrario, pensamos en un Cristo, tan divino, que no puede ser humano.

Pero no, Dios se hizo humano, carne. Un ser humano al que le costaba a veces madrugar, o  quizás quedarse hasta tarde trabajando. Un ser humano con dolor de espalda, con caries, que no vería muy bien ya a esos 33 años… Un ser humano de pies sucios, con las manos llenas de golpes y rasguños, a veces impaciente, malhumorado y contestón. Preferimos encontrarnos con ese Cristo que miraba y entendía todo, que era capaz de leer el alma de cualquiera y comprender sus reacciones. Un hombre lleno de sabiduría, inteligente, paciente, incluso guapo (a ver dónde habéis visto un “Jesús” feo).

4. Dios hecho aprendiz

Pero Jesús, Dios, (misterio incomprensible) tuvo que aprender. Dios se hizo aprendiz, durante mucho tiempo fue primero discípulo para poder ser más tarde Maestro, Rabbí.

Tuvo que aprender a ser sabio, y tuvo que aprender a  leer el alma de las personas con las que se encontraba, y tuvo que aprender también a ser compasivo, a comprender las acciones de aquellos con los que no compartía la misma visión de las cosas.  Y buscaría remedios para el dolor de espalda, y se pondría alguna venda o algo similar tras los martillazos en el trabajo, y contaría hasta cien antes de responder de malos modos.

Jesús fue aprendiendo a vivir. No le vino la maestría en el ADN.

Jesús aprendió a coger la cruz y a hacer de ella oportunidad para el amor.

En ese aprender suyo, nos enseña que hemos de ser humildes y sabernos siempre discípulas.

Si Dios, que es Dios, decide colocarse como alumno, qué maravilla para mí, la verdad, cuánta esperanza contenida en esa actitud, porque significa que yo también puedo aprender a vivir, que también puedo ser capaz de leer almas, comprender corazones y acariciar cuerpos destruidos.

Puedo aprender a amar, a darme cuenta de que existen infinitas oportunidades para amar e infinitas oportunidades para ser amada. Tenemos infinita capacidad y necesidad de amar e igualmente, de ser amadas.

Jesús quiso decirnos algo así como “si yo puedo, tú también. No te mires como menos, estoy aquí para recordarte que eres hija, como yo, amada por nuestro Padre, como yo, capacitada para entregar la vida y ser feliz. Igual que yo”.

Pero es más fácil decirnos a nosotros mismos que no, que es que él era él, es decir, ÉL, y que nosotros solo somos humanos, mera tierra aglutinada, ensalivada y golpeada por un breve soplo de aliento divino.

Nos cuesta reconocer que Jesús acogió la cruz que trae la vida y que si él pudo, yo también. Más aún, que si él lo hizo, yo he de hacerlo igualmente.

Escucha esta canción antes de continuar leyendo.

6.Jesús, alguien que elige.

El sueño de Jesús no fue morir crucificado. Como mucho, más que su sueño, fue su pesadilla. Morir crucificado, siendo la vergüenza de su familia, sabiendo que mirarían mal a su madre por ser la “madre  de ese”, sabiendo que iba a ser el cotillero de toda la ciudad y de su pueblo…

La vida de Jesús fue una entrega en cada momento. La entrega nace del discernimiento, de la continua opción.

Hemos de optar continuamente.

¿Voy a la Pascua o no? ¿A Suesa o a otra? ¿Decido superar hoy mi tristeza o no? ¿Me comprometo de nuevo con este proyecto o no?…

Siempre discerniendo, siempre con la vida en tensión para poder avanzar, siempre dejando orillas y metiéndonos mar adentro para poder encontrarnos con nuevos continentes, nuevas maneras de vivir, nuevas vidas y sueños.

7. Una casa o una tumba

Decía César Vallejo:

Las casas nuevas están más muertas que las vivas, porque sus muros son de acero o piedra, pero no de hombres. Una casa viene al mundo, no cuando la acaban de edificar, sino cuando empiezan a habitarla. Una casa vive únicamente de hombres, como una tumba. De aquí esa irresistible semejanza que hay entre una casa y una tumba. Sólo que la casa se nutre de la vida del hombre, mientras que la tumba se nutre de la muerte del hombre. Por eso la primera está de pie, mientras que la segunda está tendida. (La casa, CÉSAR VALLEJO)

Tú decides. Puedes habitar una casa o puedes habitar una tumba.

Puedes llenar tu vida de vida, o llenarla de muerte. Recorrer la vida puesta en pie, erguida, mirando hacia delante, hacia las demás, o recorrerla  tumbada (de ahí viene la  palabra “tumba”),  mirando solo hacia arriba, o hacia abajo, ajena a las vidas de los demás, a sus necesidades.

Jesús es la casa, el hogar al que volver y del cual partir una  y otra vez. Él mismo es viajero y hogar, como lo es camino y meta. Principio y final.

Jesús se sabe casa y por eso es capaz de ir acogiendo a todos  a lo largo de su vida. Los va recibiendo según eso que sabe leer en sus corazones. A unos les dará un abrazo, a otros una mirada comprensiva, a otros un bufido.

Jesús se hace casa, hogar para cada uno de nosotros y se va enriqueciendo y va ensanchando y ampliando los muros principales de la casa porque se nutre, como dice el poeta, de nuestras vidas.

Cristo se enriquece con nuestra existencia. Él no vive ajeno a lo que vivimos nosotros, él está abriendo puertas y ventanas para que podamos habitar también su hogar.

8. Jesús camina haciendo vida

El Jesús que camina con la cruz a cuestas, en aquella mañana de viernes es capaz de escuchar la primavera.

En el caminar de Jesús, en ese lento avanzar con el pesado madero sobre los hombros, entre el silencio de algunos mirones, los gritos de otros, en el arrastrar de sus pies y su deseo de que todo acabe de una vez, hay un rescate de nuestras vidas, hay un soplo de esperanza porque en ese “paseo” doloroso cada pisada es una confesión de amor. No es un “no puedo”. Es un “te quiero”, “te quiero”, “te quiero”. 

Ese amor es el que hace que Jesús habite una verdadera casa, a la que estamos invitados todos. Estamos invitados  a hacer de nuestras vidas casas, y no tumbas.

9. Clavado en la cruz.

Demos un paso más

Jesús está ya clavado en la cruz. Su respiración, cada vez más costosa, sigue siendo la respiración de Dios Padre, ese aliento capaz de generar vida. Es el Espíritu quien está respirando en el cuerpo del hombre. Por eso Jesús se lo devuelve al Padre, es su último acto de entrega. En el último suspiro, lo que identifica a Jesús es la comunión, la intrínseca relación de vida (qué paradójico esto, sabiendo que es un momento de muerte) que existe entre él, el Espíritu y el Padre.

Pero, ¿cómo podemos llegar a hacer de nuestra muerte, de nuestro fracaso, una alegoría de la vida y del éxito?

¿Cómo nuestro dolor, nuestra muerte, puede ser el principio de la vida?

Para ello es necesario tener experiencia de fragilidad. Cuando asumimos nuestra fragilidad, cuando somos capaces de reconocerla y de darnos cuenta que esa brecha vital es alojamiento de la totalidad de Dios, de su amor más radical, entonces podemos transformar nuestra muerte en vida y decir, con la cabeza bien alta que sí, que estamos hechos  de “barro ensalivado”. Sí, y también de soplo divino. No podemos olvidar esto, barro ensalivado y aliento de Dios. Esta es la composición de nuestra vida.

El aliento de Dios, la vida a borbotones que nos late en las venas, es lo que nos permite nacer desde dentro, romper el asfalto.

¿Habéis visto alguna vez nacer un pollito? Aquí puedes verlo.

De dentro, la vida nace siempre desde dentro. Tanto si es un huevo, una semilla, un ser humano, siempre encontramos la vida dentro.

No es fácil romper el cascarón, no salimos de ese esfuerzo indemnes, no, salimos mojados, frágiles, hemos de aprender a respirar fuera del espacio de seguridad que nos recubría.

El propio pollito rompe el cascarón, y así se hace fuerte. Cuando alguna vez hemos tenido que ayudar a algún pollito a salir del huevo, rara vez este ha conseguido sobrevivir porque siempre es más débil que los demás.

La experiencia de la fragilidad nos invita a buscar aquello que realmente nos hace fuertes.

“Te basta mi presencia, mi fuerza se manifiesta en tu debilidad”, dice Pablo en 2 Co 12,9.

Por eso Jesús fue capaz de transformar su fracaso, su muerte, en vida plena, porque vivió desde dentro, porque en su interior bullía una vida que no era ajena a lo de fuera pero que no dependía de lo que sucediera fuera. No dependía de las miradas de los otros, del aplauso de los demás, de sus afectos. Aprendió el equilibrio de la vida, esa pausa entre la dependencia y la autonomía, ese mirar solo al Padre, porque, mirando al Padre, aprendió a amar a los demás.

La riqueza de la vida interior de Jesús, su relación con Dios, ese aprendizaje a lo largo del tiempo sobre cómo ser una gran persona, la mejor, hizo que pudiera traspasar el horror de la cruz y hacer de ella lo que es, expresión del amor supremo.

De nuevo nos dice el “aprendiz maestro” que podemos vivir desde dentro, nacer desde dentro y transformar así nuestras penumbras en espacios de luz, de misericordia.

Nuestra vida, el tiempo que tengamos a bien vivir, puede ser redentor, un tiempo donde los otros estén a gusto, donde encuentren fuerza y paz, donde hallen el camino para dar sentido a su existencia, si hacemos lo mismo que Jesús, miramos al Padre y exhalamos el Espíritu que nos habita y que engendra vida.

Termino con unas palabras de Dolores Aleixandre:

Miramos al crucificado, que nos espera en el monte: solo le quedan la desnudez, los brazos extendidos, el amor extremo, un último aliento y el agua que fluye de su costado abierto.

 «Murió convertido en fuente», han dicho de él. Lo único que necesitamos llevar en las manos al subir al monte es un cántaro vacío. (Cinco paisajes de la Pascua, D. Aleixandre, A. López-Fando)