suesa lluvia

¡Haznos lluvia, lluvia, lluvia!

La Palabra de Dios es como la lluvia, capaz de fecundar la tierra y de hacerla germinar.

Nuestras palabras también pueden ser como esa lluvia de Dios, de hecho, la mayor parte de las veces lo son. Lluvia mansa que va calando las capas de la tierra hasta tocar la semilla, empaparla entera y, casi, obligarla amorosamente, a germinar.

Las palabras son un arma eficaz contra el desaliento, el malhumor, la soledad, el vacío y mil enfermedades del alma más.

Cuando hablamos queriendo acariciar a quien nos escucha, su piel se vuelve permeable y, poco a poco, va dejándose penetrar por esas palabras acariciadoras, hasta que, oh, milagro, la semilla de la vida, escondida y aparentemente muerta, va rasgando el caparazón, extrayendo así su potencial.

Decía san Agustín que somos «capax Dei», «capaces de Dios», capaces de contenerlo, de asumirlo, de encarnarlo.

Es nuestra misión para estas semanas (y toda la vida) en las que vamos, como el pueblo de Israel avanzando confiadamente hacia una promesa de plenitud.

Ser capaces de Dios nos habla también de nuestra idoneidad para tener palabras creadoras.

Ay, sí. Crear en las otras momentos fugaces de paz y de alegría.

Un «te quiero mucho» no tiene precio. Los «gracias», las frases de aliento y de reconocimiento, los «no pasa nada», los «mañana lo intentas de nuevo», los «lo siento» y un largo etcétera de palabras que tenemos guardadas y que están deseando convertirse en lluvia germinadora.

Nuestras palabras son capaces de fecundar.

Es increíble el poder que nos ha dado Dios con ello, no sé si él es muy consciente, y no sé si lo somos también nosotras.

Vamos a llover hoy.

Vamos a empezar a humedecer las primeras capas de aquellas con las que vivimos o nos relacionamos habitualmente, que son las más susceptibles de ser acariciadas o golpeadas con nuestras palabras.

Sacudamos el polvo de las palabras hermosas que hemos arrinconado y, con esa capacidad que tenemos para encarnar a Dios una y otra vez, llovamos mansamente sobre la tierra sedienta del corazón de la hermana, de la amiga, de quien esté hecha de tierra.

“Andaba buscando siempre las raíces, más que las flores, y me gustaba arañar la tierra, a ver si de la tierra oscura brotaba una luz, una palabra escondida en ella. Esa palabra que siempre echaba de menos, que me faltaba”. María Zambrano