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Todos los momentos de tu vida

No sé de cuántos momentos se compone la vida. Imagino que, sobre todo, de aquellos que recuerdas, unos por muy venturados y otros porque desearías que no hubieran nacido jamás.

Pero entre medio, están los momentos ordinarios, los cotidianos, que son los que en verdad sostienen los otros, los más llamativos. En realidad todos son necesarios, los aparentemente anodinos y los que dejan un raspón o una caricia en el alma.

También creo que Dios nos regala la capacidad de saborear (es decir, extraer todo el sabor) de cada uno de esos momentos, sin distinguir el origen ni el contenido. Los necesitamos todos.

En unos disfrutamos, nos reímos, nos enamoramos, estamos serenas, sosegadas, descansadas y risueñas. Moderadamente felices, que dice una amiga.

En otros, en cambio, se nos pega la tristeza, el dolor, el miedo, la incertidumbre, la soledad, la ira, el rencor…

Por último, en los momentos ordinarios, sencillamente estamos; y somos, sobre todo somos, porque en esos momentos más cotidianos, cuando pones la lavadora o te sientas en la cama, cuando te preparas una infusión o abres el ordenador, cuando recoges la mesa o riegas los tomates, o te sientas al lado de alguien sin necesidad de hablar, entonces es cuando más somos, porque ahí sucede toda la vida.

La mayor parte de nuestra vida son momentos cotidianos, anónimos, pero si no los vivimos, si solo vivimos los momentos de subidón, y además rehuimos los de bajón, entonces no vivimos, porque se nos quedan por ahí perdidos miles y miles de minutos que se deslizan del reloj como si no hubieran existido.

Y no es cierto, existen, vaya que si existen.

Dios es, sobre todo, esos minutos cotidianos y discretos que no hace ruido pero que ocupan un espacio y reclaman nuestra atención.

Todo tiene su tiempo, dice el Eclesiastés, pero si no nos damos cuenta, si nos somos conscientes, no sirve para nada.

«Deja que todo te suceda.

Lo bello y lo terrible.  

Solo sigue adelante.

Ningún sentimiento es definitivo»  

R.M. Rilke