Sábado XXXIII Tiempo Ordinario

“No es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos viven” (Lc 20, 27-40).

Jesús se encuentra en Jerusalén. Lleva días enseñando al pueblo en el templo. Ha tenido conflictos con los mercaderes, con los maestros de la ley y los ancianos, con los sumos sacerdotes… Ahora se acercan los saduceos, y tratan de ponerle, ellos también, a prueba. Preguntan a Jesús sobre la resurrección (la cual ellos negaban), partiendo de lo que había proclamado Moisés.

Poniendo como argumento la Escritura, Jesús responde y les llama a mirar más allá de la norma. Ésta puede ser una cadena que dificulte la vida cuando no existe un discernimiento sobre el uso de la misma. La norma puede desviarnos de la fuente de la vida. A los saduceos, la norma les dificultaba el encuentro con la Buena Noticia que Jesús les anunciaba.

Y les respondió: “No es un Dios de muertos, sino de vivos”. Y a sabemos que Abbá, el Dios que anuncia Jesús es un Dios de la vida, que lleva vida a todo el mundo (y no solo a los buenos o a los justos, como nos han hecho creer). Dios no nos llama al sufrimiento, a las penitencias o al castigo. Dios nos propone la luz, la vida, la comunión, el amor.

“Porque para él todos viven”. Para Dios la muerte, el sufrimiento, la oscuridad, no es el final. Dios se encarnó para enseñarnos que no se queda lejos observando cómo nos las arreglamos las personas. No. Está cerca, está presente en cada persona. Está presente en cada uno de nosotros y nosotras, y hemos de atrevernos a vivir y a facilitar la vida de las personas con las que convivamos. Un reto y un regalo.

Oración:

Dios Trinidad, Dios Amor, sigue llamándonos a la vida. Sigue proponiéndonos que seamos luz y vida para quienes más lo necesitan.

Amén.