anjanas suesa

Dios, anjanas y ojáncanus

Habitualmente tenemos la creencia de que la oración transforma la realidad, cuando, lo más posible, y deseable, es que la oración nos transforme para así poder transformar dicha realidad.

Orar nos sitúa ante lo más verdadero de nuestro interior. Nos obliga a ser honestas, a enfrentarnos con anjanas y ojáncanus (aprovecho que celebramos hoy el día de las Instituciones Cántabras para meter esta cuña mitológica de Cantabria), es decir, con lo hermoso y lo feo que nos habita.

Orar es una realidad esencial del ser humano, así lo creo. También creo que tenemos siglos de capas que cubren esa realidad, y por eso nos cuesta tanto orar, porque a base de no usar esa parte de nuestro ser se nos ha ido atrofiando y perdiendo agilidad.

Decía Madeleine Delbrel: “si Dios está en todas partes, cómo es posible que yo esté siempre en otro lado”.

Qué verdad.

Cuántas veces esperamos encontrarnos con Dios en realidades abrumadoras cuando él está esperándonos en el abrazo espontáneo de la hermana, en la comida preparada con cariño o en la conversación entrañable. 
Dios atraviesa cada uno de nuestros pasos, los cruza continuamente, trazando líneas invisibles generadoras de vida. Y nosotras… en otro sitio, buscando la moneda perdida donde no había caído.

Dios se enamora de nuestra mediocridad, porque es abono para nuestra grandeza, y en el silencio a veces opaco de la oración nos aguarda para narrárnoslo. Somos el tesoro escondido en el campo, y es capaz de vender lo que sea por tenernos.

¡Tanto amor, tanto amor!

Dios nos pinta anjanas por doquier, nos regala belleza a puñados, y nos anima a abrir los ojos y descubrir otra realidad, la de que la vida es un tiempo y un espacio acogedores, donde podemos crecer y crecer y crecer, hasta producir unas veces sesenta, otras, ochenta y otras, cien.

Dios está en todas partes, y cuando estamos en otro sitio, también está ahí, haciéndose el remolón, para sacarnos una sonrisa y extraernos la tristeza y la penumbra, así que… ¡sursum corda!