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El misterio del «lavatorio» de los pies

Cualquier persona con un poco de criterio y de sensibilidad sabe que, aun con la dureza que habitualmente conlleva una crisis, esta posee en sí misma la posibilidad de ser  motor de crecimiento interior de quien la padece.  Eso no significa que solo se crezca interiormente en los momentos de crisis de la vida, ni mucho menos, pero sí es una de las oportunidades que la vida nos ofrece para madurar, activar nuestra creatividad, nuestra capacidad de aceptación (que no es resignación), nuestra vulnerabilidad y humildad para pedir ayuda…

La situación de la pandemia está generando en la sociedad, y por eso mismo en la Iglesia, una honda reflexión sobre cómo hemos vivido hasta ahora, cómo estamos viviendo y cómo queremos vivir. De nuevo, si tenemos criterio y sensibilidad, podremos llegar a conclusiones que nos conduzcan a modificar aquello que nos permita vivir de una manera más honda, más solidaria, más humana, más de Dios.

En la Iglesia también, cómo no.  Cómo estamos viviendo nuestra fe, personal y comunitariamente, qué podemos aportar a nuestra comunidad, qué puedo necesitar para crecer y madurar en mi itinerario como cristiana/o… y mil cuestiones más.

El año pasado, debido al estricto confinamiento, no fue posible celebrar en las parroquias los días de Semana Santa. Pero eso no significó que no se celebrara la Semana Santa, que no pudiéramos vivir intensamente la hondura del misterio que celebramos esos días, así como la profunda alegría de la fiesta de la Pascua.

Las redes sociales nos permitieron vivir y celebrar de otra manera,  recuperando la idea de Iglesia doméstica, la cual nos vinculaba con las primeras comunidades cristianas, cuando celebraban el día del Señor en las casas, sin demasiadas pretensiones, más laica, con las ganas por vestido y la fe intachable como punto de unión.

Este año sí que podemos acudir a nuestra comunidades de fe para celebrar como hermanas y hermanos, más junt@s, a pesar del metro y medio de distancia. De nuevo podemos reunirnos, mirarnos a los ojos, y ayudarnos a entrar en la pasión, en la muerte y, sobre todo, en la resurrección de Cristo.

Se nos han indicado una serie de normas para facilitar las celebraciones y evitar, en la medida de lo posible, los contagios por covid, lo cual siempre es de agradecer.

Lamentablemente, entre esas normas, la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos ha zanjado la dificultad que puede conllevar el rito del lavatorio de los pies omitiéndolo.

De nuevo echamos de menos poder actualizar nuestra liturgia, hacerla más vívida.

La verdad, quizás se podría haber pensado un poquito más, y haber dado más importancia al contenido del rito. La eucaristía no se comprende sin este gesto del Maestro. Tal es así que el mismo evangelista Juan omite narrar la última cena de Jesús (antes de su muerte, porque no fue la última, que ya sabemos que en su resurrección cenó de nuevo) y colocar el pasaje del lavatorio de los pies a sus discípulos.

Nos implica demasiado este gesto, porque nos exige arrodillarnos antes cualquiera y lavar sus pies, secárselos, indicando así la voluntad de servir, de abajarse ante el otro y la otra.  No es comprensible el cuerpo y la sangre entregadas sin este abajamiento previo, sin la entrega desnuda y directa a la hermana y al hermano.

Es un error omitir este gesto. Litúrgicamente es un gesto que realiza el presbítero pero quizás, por una vez, dado lo extraordinario del momento que vivimos se podría haber invitado a lavarse los pies entre un grupo de convivientes: una familia, un matrimonio, una comunidad religiosa…

Quizás sea más importante revivir el acto de servicio del Maestro que omitirlo porque no pueda hacerlo el presbítero.  Es una idea, por darle juego a la creatividad en la liturgia, por intentar buscar medidas alternativas que ayuden a la comunidad cristiana a vivir con hondura ese momento.

Probablemente el rito del lavatorio se omitirá en la mayoría de las celebraciones, pero eso no quita para que podamos hacerlo en casa, antes de ir a las parroquias o capillas. En las familias, en esas Iglesias domésticas que tanto nutren nuestra vida, podemos realizar este gesto, de contenido sacramental.

Solo es necesario una palangana, un poco de agua, una toalla, y ganas de ponerse en la actitud del Maestro, la de servir a las hermanas y hermanos.

Solo eso es necesario para adentrarnos en ese rito, en ese gesto que nos coloca abajo, en el suelo, desde donde miramos a la hermana que sufre, que ama, como Cristo que es, como Cristo que eres cuando lavas, secas y besas esos pies que sostienen la vida creada por Dios y sembrada en tu esposo, tu hija, hijo, tu hermana…

No perdamos el gesto de lavar los pies a alguien el día de jueves santo, el día del amor fraterno-sororal, y después, participemos en la comunión del cuerpo de Cristo, atreviéndonos a decir: “Este es también mi cuerpo que entrego”.