
19 Ene Permanecer cuesta una opción de vida
Me pregunto estos días por qué nos cuesta tanto permanecer, por qué nos supone casi un quebranto esperar, aguardar, confiar.
Es posible que en nuestro tiempo no se lleve mucho lo de «permanecer», porque todo va muy rápido, desde los aviones a las sensaciones. Corremos de una actividad a otra, buscando vivir algo que nos haga vibrar, algo que nos provoque un sentimiento casi único, nunca antes vivido. Pretendemos que ese sentimiento, esa experiencia, permanezca en nuestro recuerdo. Pero, si no sabemos permanecer, alma de cántaro, cómo va a persistir nada en nuestra vida.
El domingo pasado nos encontramos con dos hombres que siguieron a Jesús, le preguntaron dónde vivía (ahí es nada la preguntita, ya podríamos hablar de eso también, de «dónde vivimos») y que decidieron quedarse con él un buen rato para estrujar la experiencia, para absorberla hasta la última gota. Después de eso tomaron una opción que les cambió la vida.
Si no permanecemos no nos concedemos la oportunidad de que algo, o Alguien, nos suceda. Si no somos capaces de aferrarnos y mantenernos durante un tiempo prudencial nunca sabremos qué podríamos haber vivido de habernos quedado en ese espacio, en ese momento. Si Penélope no hubiera confiado, no hubiera esperado, permanecido, nunca habría podido reencontrarse con su amado Ulises.
Jesús nos pide que permanezcamos, que sostengamos el paso y abramos la mirada y los afectos a las posibilidades que regala el tiempo.
No hablamos de permanecer contra viento y marea, como mártires nefastos ahogados en experiencias estériles, no, hablamos de permanencia con sentido común. Hablamos de no huir, de confiar.
Para seguir a Jesús, al Cristo, no basta con ser discípulos, dice un autor, es necesario también permanecer.
Me pregunto por qué nos cuesta tanto, de qué tejido estamos hechos que en seguida nos despistamos y queremos movernos y cambiar. ¡Si estamos hechos de raíces!
Puede que prefiramos el mar agitado de fuera que el que comienza a agitarse por dentro; del de fuera podemos alejarnos pero del otro, ay, del otro no, el otro nos acompaña.
Permanecer en el presente que habitamos, en la mirada de Dios que nos conduce a una verdad más hermosa que la que ahora conocemos.