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Los sonidos de la naturaleza

Dios es increiblemente original. Es inigualable en los colores, las formas, los olores y sabores, y también los sonidos.

A nuestro alrededor no ha caído ni un tímido copo de nieve. Agua en forma de lluvia sí, litros y litros de agua que ha teñido de verde intenso los campos. Litros y litros de agua que han anegado prados y han echado a perder algunos cultivos.

Pero ni un copo de nieve, aunque vemos las montañas de ahí enfrente blancas, esplendorosas, cuajadas de belleza que deslumbra cuando el sol se ha atrevido a asomar por un momento.

Dios es original. Tremendamente original.

Estos días está siendo fácil encontrarlo en los sonidos.

La lluvia no ha sido muy silenciosa, más bien ha querido que se notara su presencia y ha ido creando melodías, no siempre armoniosas, a base de golperar las paredes, los techos, la hierba, los árboles, el invernadero, el duro cemento, los cristales,… Cada espacio tenía su propio sonido, su particular manera de transmitir la Presencia de Dios. «Soy criatura, soy criatura», gritaban las gotas al deslizarse desde el cielo.

El fuego también tiene su propio eco. Las hermanas nos encontramos por la noche en una sala caldeada por el fuego que se acurruca y se consume generoso en la chimenea. El crepitar canta su propia melodía, con mil ritmos distintos, y se entremezcla con el estallido de alguna madera manchada de barniz, y con las conversaciones de las monjas. El crepitar también anuncia una Presencia que hipnotiza de belleza y serena el alma.

En cambio la nieve es mucho más silenciosa, discreta y muy productiva. Sin darte cuenta se extiende en un momento por la calle y los caminos y los deja impracticables. Lo hace en silencio, invitando a aguzar el oído, a buscar su canción. Es complicado seguirle el ritmo, tan callada, tan sosegada. Silencio que anima a buscar cobijo en el interior, donde susurra la Presencia de Dios.

Los sonidos de la naturaleza son anuncios y profecía. Un espacio para contemplar y rezar.