Una de las primeras discípulas de Jesús te cuenta su experiencia.

Aquí tienes un montón de material para pasar este día.

No es necesario que lo leas todo. El material es para ayudarte, quizá encuentras lo que necesitas en el primer párrafo, entonces quédate ahí todo el día. O quizá lo lees todo y al final el Espíritu te lleva por otro lado, entonces: ¡déjate llevar!

Este material está dividido en tres partes muy diferentes:

Una mirada al pasado, un chapuzón en los orígenes, para agradecer esta larga historia de fe que ha hecho posible la nuestra. Una mirada al presente, para descubrir a Jesús, a Dios en tu propia vida, en tu historia personal. Una mirada al futuro, para llenarnos de esperanza e ilusión.

ESCUCHA…

Aquel sábado era imposible separarlo del viernes, las cosas habían pasado demasiado rápido, pero ahora todo sucedía lleno de lentitud, el tiempo se movía con espesa dificultad y el miedo asomaba por todos los rincones.

¿Nos tocaría también la muerte a nosotras, a todas las personas que habíamos llegado con Jesús a Jerusalén en aquellos días? Estábamos lejos de casa, habíamos dejado a nuestras familias siguiendo a aquel maestro loco, habíamos pasado por alto muchas tradiciones y compromisos, y ahora estábamos en Jerusalén, metidos en un buen lío, nuestro acento galileo nos delataba, la gente se había fijado en nosotros, sabían que habíamos seguido a Jesús.

Pero aquel sábado, todo eso tampoco importaba demasiado, todavía no podíamos creer lo que le había sucedido a Jesús, su presencia ausente era muy extraña. Él ya no estaba entre nosotros, y sin embargo todo estaba lleno de él.

El cenáculo se fue convirtiendo en el punto de encuentro, creo que ninguno de nosotros sabe cómo llegamos hasta él, pero allí nos fuimos reuniendo todos. Cada vez que llegaba alguien la sensación era doble; primero el miedo nos recorría la espalda, pensando que nos habían descubierto, después era el gozo de ver a un hermano más y nos íbamos haciendo fuertes en la debilidad.

Los sustos fueron muchos, y es que no eran pocos los que habían venido con Jesús hasta Jerusalén, el ambiente era silencioso y el diálogo muy suave, la conversación siempre la misma: Jesús.

Jesús

Después de recordar una y otra vez detalles de cómo había sucedido todo, de buscar culpables, de intentar cambiar con nuestro discurso el curso de la historia, el dolor fue dejando paso a los bellos recuerdos.  La vida de Jesús fue brillando cada vez con más fuerza en nuestra conversación. Todos teníamos algo que decir, una palabra que recordar, un acontecimiento que compartir, y aquel sábado que había empezado lleno de muerte, violencia y miedo, se fue transformando en el primer ensayo de evangelio de toda la historia.

Pero el recuerdo de Jesús era más que recuerdo. Cuando alguien muere, en las primeras horas de muerte, sucede un extraño fenómeno en el que su presencia es mucho más fuerte que nunca. Una presencia distinta, nueva. Una presencia que, llena de ausencia, despierta sentimientos encontrados y hace que quienes la perciben reaccionen cada uno a su manera. También eso sucedió entre nosotros y unos no podían dejar de hablar, otros mostraban entereza, alguno sumido en el miedo solo deseaba marchar, otros lloraban…, pero, con todo parecía que todos nos comprendíamos perfectamente. Y el estar juntos aligeraba la carga.

Hablar de Jesús, escuchar cada una de las anécdotas, se convirtió en un bálsamo para nuestros corazones.

Recordar cómo Jesús le había devuelto la vista a Bartimeo (Mc 10, 46-52), oír de nuevo, en labios de Susana, la parábola de la mujer que barre la casa hasta encontrar la moneda (Lc 15, 1-7), o ver brillar la emoción en los ojos de Mateo repitiendo el “sígueme” ( Mt 9,9-13) que le había cambiado la vida. Nuestro sábado se fue llenando de vida, de reino, hasta de risas cuando recordábamos el sofoco que habíamos pasado con los panes (Mc 8, 14-21), cuando Jesús se empeñaba en hacernos comprender que debíamos confiar en él y nosotros no veíamos más que dificultades (Mt 13, 1-52). También reíamos recordando a Jesús rodeado de niños (Lc 18, 15-17), jugando y danzando con ellos, y es que el paso de Jesús por las aldeas se convertía muchas veces en una verdadera fiesta, en un derroche de alegría (Mc 6, 53-56). Y así, de anécdota en anécdota, casi sin darnos cuenta, cada uno de nosotros fue contando aquel primer encuentro con el maestro loco de Galilea, aquel que se decía que era de Nazaret.

Ahora

También hoy estamos “reunidos”, en casa pero lejos de nuestras rutinas. Hemos hecho comunidad con un grupo de personas desconocidas y lejanas y lo que nos unido ha sido lo mismo, El MISMO que en el primer Sábado Santo de la historia congregó a sus asustadas discípulas, pues discípula no es quien renuncia a algo, sino quien elige a Alguien.

Cada una de nosotras, un día eligió a Jesús y esa elección es la que ahora hace que ESTEMOS AQUÍ. Todas hemos vivido nuestros jueves en los que las “cenas”, el compartir desde el corazón entre hermanas, nos han llenado el alma y nos han hecho valientes e incluso bocazas, como a Pedro, que se creía capaz de mantenerse firme ante cualquier peligro. Cada una de nosotras hemos vivido nuestros propios viernes santos, de miedo, soledad y cobardía. De oscuridad, angustia y desconcierto. De muerte. Y cada una de nosotras hemos vivido nuestros sábados santos, (y compartimos este largo sábado santo de confinamiento) en los que las desilusiones compartidas engendran nueva vida que brota débil, tímida, pero puede convertirse en un fuego, en un nuevo Pentecostés.

Cada una de nosotras acabamos de vivir nuestro jueves santo, nuestro viernes santo y lo hemos vivido unidas, y ahora, como hace dos mil años, Jesús vuelve a ser la causa, el centro, el culpable…, vuelve a ser nuestro tema de conversación. Su presencia se va haciendo más y más fuerte y no nos podemos callar, tenemos que compartir, tenemos que decir lo que ha sucedido y lo que nos sucedió un día, más o menos cercano, cuando nos encontramos con él.

Lee…

Querida hermana, querido hermano:

Me llamo Juana. Se sabe poco de mí, de nosotras, pero si te fijas, mi nombre ha quedado atestiguado en el evangelio (Lc 8, 1-3). Yo estuve en Jerusalén con Jesús en aquella pascua tan especial.

Es muy difícil ponerle palabras al corazón, unas le quedan pequeñas, otras grandes y casi nunca acaban de decir lo que una ha experimentado, además hay que contar con que no hay dos corazones iguales y, por lo mismo, cuando te llegan las palabras desde otro corazón, o cuando las ofreces desde el tuyo nunca sabes “cómo le quedarán” a la otra persona. Tampoco puedo ver la reacción de tu rostro al leer cada una de ellas, ni puedes tú acompañarlas con el brillo de mi mirada o el cambio de tono en la conversación, pero también es verdad que cuento con una gran ventaja y es que yo, Juana, puedo ser hoy cualquiera de las personas con las que estás viviendo esta Pascua. Mi experiencia tiene una única y humilde pretensión: encender la tuya.

Aquel sábado estaba con otras mujeres (Lc 23, 55-56), el viernes había sido un día terrible. Primero la angustiosa espera, el no saber en qué acabaría todo aquello, después la inesperada condena y la rápida ejecución de la pena. Lo que había empezado con una cena tras una entrada triunfante en Jerusalén, en un ambiente más que festivo, esperanzador, se estaba convirtiendo en la más terrible de las pesadillas.

No entendíamos nada: arresto, azotes, crucifixión, y Jesús muriendo ante nuestros ojos gota a gota. La impotencia era grande, pero poder acompañarle se convirtió en nuestro penoso consuelo. La muerte de Jesús se unió a la urgencia por enterrarle, el sábado amenazaba con llegar con su reposo y eso nos impedía darle una digna sepultura.

José de Arimatea consiguió que le dejaran enterrarlo y nosotras presenciamos cómo se colocaba su cuerpo en el sepulcro. Después nos fuimos con prisa, teníamos que preparar los aromas y ungüentos antes de que el sábado nos dejara sin posibilidad (Mt 27, 57-61).

Y el sábado, con su inactividad, con su no poder hacer nada, nos llenaba de impotencia, de dolor, de muerte y violencia. Ya eran dos noches sin dormir, sin entender y ahora ya no podíamos hacer nada… La muerte de Jesús, la inactividad del sábado, el miedo a ser descubiertas y quizá también condenadas. Casi sin pensarlo nos fuimos al cenáculo…

Y a ti, ¿qué te trajo a esta Pascua? ¿cuáles son tus sentimientos después de lo vivido? ¿con qué Dios te has encontrado en estos días?

El cenáculo se convirtió aquel sábado en fortaleza de débiles. Nuestra temblorosa confianza se veía arropada por la temblorosa confianza de las demás. Poder, junto con otras, expresar los sentimientos y las vivencias es sanador. Aquel día, lo empezamos redundado en los acontecimientos vividos en aquellos días. Repetíamos una y otra vez lo sucedido, con la vana esperanza de que la historia, en algún momento, acabara de otra manera, pero era inútil, Jesús no abrió la puerta, o quizá sí…

Fuera como fuera, nuestra conversación cambió de tono, Jesús se hizo presente y cada una de las personas que allí nos habíamos reunido empezamos a relatar nuestro primer encuentro con él.

La primera vez que me encontré con Jesús estábamos en Betania, cerca de Jerusalén. Él acababa de expulsar un demonio de un de nuestros vecinos (Lc 11, 1-13), que llevaba mudo muchos años. Nuestra expectación era muy grande, jamás habíamos visto algo parecido, estábamos maravillados, pero en mitad de nuestro gozo algunos dijeron: “Expulsa a los demonios con el poder de Belcebú, príncipe de los demonios.” Y empezaron a pedir señales.

Todos nos quedamos desconcertados, reconozco que yo tuve miedo, siempre me han asustado los demonios y era la primera vez que veía a aquel hombre. No me parecía que tuviera o fuera un demonio, pero quienes lo acusaban eran personas entendidas. Tuve miedo. Pero Jesús habló en seguida y sus palabras acabaron con todo mi temor, “…si yo expulso los demonios con el poder de Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a vosotros”. El reino, cuánto había soñado yo con el reinado de Dios. Tantos años de represión romana, de sometimiento, de unos impuestos que nos ahogaban completamente, de ver cómo vecinos y amigos habían tenido que venderse como esclavos…, todos soñábamos con el Mesías, con una intervención de Dios a favor de Israel.

Yo sabía que andaban por ahí algunos iluminados que se juntaban con más gente y se iban al desierto a esperar una manifestación de Dios. Había oído hablar de ellos, pero no me convencían. Este Jesús era diferente. Yo acababa de ver cómo había sanado al mudo del pueblo y ahora me hablaba del reino, del poder de Dios.

Nunca he sido muy comedida, así que grité con buena voz (Lc 11, 27-28): “-Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron”. Soy mujer, y madre orgullosa de dos varones, y en aquel momento hubiera deseado ser la madre de aquel que llegaba anunciando liberación.

Entonces su respuesta me transformó la vida: “-Más bien, dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica.” Aquellas palabras eran para mí. En ese momento supe que era verdad, que el reino estaba cerca y que aquel joven era alguien especial. Nos unimos a su grupo, mis hijos y yo, le seguimos camino de Jerusalén.

Y tú, ¿cómo te encontraste con Jesús, con Dios?, ¿cómo, cuándo, decidiste seguirle?, ¿cuándo empezaste a confiar en él?, ¿cuándo creíste de verdad que él confiaba en ti?

Te dejo con él, y con vuestro primer encuentro.

Juana.

ESCRIBE…

A lo largo del día de hoy te invito a escribir una carta como la de Juana, respondiendo a sus preguntas y contado tu experiencia. Después, si quieres, puedes enviárnosla para enriquecernos. ¡Gracias!