
11 Feb El rostro que me mira y que amo
¿Alguna vez te has parado a pensar en qué es lo que más te identifica? ¿Qué es lo que más identifica a cualquier persona? La respuesta es fácil, ¡el rostro!
Es increible lo que Dios puede hacer con «tan poco material», los millones y millones y millones de rostros que hay en el mundo, que ha habido y que habrá, y tan diferentes, tan diversos, con tanta vida original y única tras ellos.
Este fin de semana pasado reflexionábamos con un grupo de jóvenes sobre, entre otras cuestiones, nuestra manera de mirar.
¿Cómo miramos?, ¿qué miramos y qué evitamos mirar? ¿Cuándo retiramos la mirada?, ¿a quién?
Pero también, ¿cómo nos dejamos mirar?, ¿buscamos miradas en concreto?…
¿Cómo miraba Jesús?
Resulta curioso pensar que, siendo el rostro la parte de nuestro cuerpo por la que más fácilmente nos reconocen los otros, Dios, en su increible originalidad, no nos ha creado para que podamos verlo si no es con un espejo. ¿Por qué no podemos ver nuestro propio rostro? Quizás para que no nos pasemos el día contemplándonos. Puede que sea para evitarnos correr la misma suerte que Narciso, aquel personaje de la mitología griega que, enamorado de su propio reflejo en una fuente, quiso besarlo y murió ahogado.
Quizás Dios solo pretendía que mirásemos más el rostro del otro, de la otra. Así de sencillo. Caminar por la vida mirando rostros, contemplando con los ojos del alma, las historias que podemos leer en las caras de aquellas personas con las que nos cruzamos.
Rostros tersos, viejos o envejecidos, alegres, taciturnos, preocupados, ilusionados, joviales, duros, distraídos, enamorados, abiertos, herméticos, enrojecidos, orientales, negros, blancos, amarillos, jóvenes, nuevos,…
Y cada uno de esos rostros son el mapa para encontrarnos con Dios. ¡Cuántas veces acusamos la supuesta ausencia de Dios en nuestra vida!, y resulta que tenemos docenas de mapas vivos a nuestro alrededor que nos conducen a Él.
No puedo ver mi rostro, no sé bien cómo es, pero puedo ver su reflejo en la sonrisa que provoca la mía en el rostro de quien me mira.
Mirando a los demás aprenderemos a conocernos como Dios nos conoce.