
11 Jun Cuando acaba la Pascua…
…también es tiempo para renacer, ¡por supuesto!
Tras varios meses de liturgia intensa, con la cuaresma y la pascua, volvemos al tiempo ordinario, ese que nos suena a cotidiano, a casi sabido.
Pero, en cambio, es una oportunidad para hacer que lo rutinario nos despierte a la novedad. Porque, ¿dónde está el mérito en encontrar novedad en lo nuevo? Lo difícil y arriesgado es encontrar magia y sorpresa, calidez y deseo en aquello que ya es conocido.
Lo conocido… Mmmmm…
Cuántas cosas conocemos ya y, por ende, condenamos a lo esperado: rostros, palabras, lugares, sonidos de voces o de pasos, sabores, olores,…
Es en la ausencia cuando recuperan todo su sentido, todo su potencial.
Cuánta prepotencia tenemos entre las manos al negar, en cualquier situación, la posibilidad minúscula de suspendernos la respiración por un breve instante.
Renacer en el tiempo ordinario. A fin de cuentas lo cotidiano, lo habitual, es lo que más tiempo nos ocupa en la vida, lo que más minutos en nuestra vida se lleva.
A ver si vamos a llegar donde San Pedro diciéndole que, claro, que hubo demasiadas horas de rutina en nuestra existencia terrenal y así no había quien le encontrase el punto a la felicidad.
Absurdo, totalmente absurdo. Queremos renacer cuando todo es espectacular, cuando todo se conjura para crear un momento sublime, casi único.
No, seamos adultos, maduros, reconozcamos de una vez que no nos atrevemos a dar el paso de vivir con plenitud lo más sencillo, lo más trivial, porque si lo conseguimos, si extraemos el jugo a lo cotidiano, no tenemos excusa para vivir con hondura, para decir «me va bien, hay cosillas, claro, pero me va bien».
¡Nos da vergüenza ser felices!
¡Nos da vergüenza renacer en el momento de hacer la comida, de tirar la basura, de compartir un café con una amiga, de crear un minuto de silencio!
Nos da miedo que lo cotidiano nos encuentre desnudos.
(Compartimos una bella canción de Ana Luz. ¡Gracias!)