
03 May Ecos de Pascua. INEFABLE
Rememorar una Pascua como la vivida en estos días pasados no es una tarea fácil. Quizá por ello me ha resultado fundamental volver a mi Galilea personal y al ritmo y vertiginosidad habitual para darme cuenta de que un sentimiento y la experiencia de Dios en la vida de las personas es un auténtico torrente.
Y eso que mi compás al inicio de este tiempo dejaba mucho que desear. Mi latir personal no estaba del todo acorde con lo que sabía que iba a vivir (o al menos eso creía).
Pero es entonces cuando el susurro de Dios se abre paso en la vorágine y te dice…
“¿y tú, qué?”
¿Y yo qué? ¿cómo que yo qué? Una interpelación y un vocativo que me hizo sentir vulnerable, pequeña y con muchos interrogantes. Una inseguridad a abrirse ante lo que una ha dado carpetazo o ha defenestrado al mayor ostracismo por culpa de la vida diaria.
Pero realmente Dios se sigue colando por las rendijas más pequeñas e impredecibles posibles. Y dicha presencia se hace efectiva gracias a una comunidad que acoge, escucha, dialoga y te espera con todos tus fallos y limitaciones. Que te espera para recibirte y abrazarte. Que te quiere. Sin más. Es por ello que el pasar de los días y los momentos de silencio, de soledad y de encuentro con una misma son simplemente una oportunidad para que Dios sane heridas que llevamos en el quehacer diario. Aunque duelan; aunque sean complejas y no queramos atenderlas.
Y en este devenir, en tu vida, esa que consideras imperfecta y con múltiples fallos, empieza a filtrarse el amor incondicional de un Dios que nos busca, que nos interpela y nos vuelve a preguntar “¿y tú, qué? Tú sígueme.
Sígueme en las dificultades, en las incomprensiones, en las dudas, en los miedos, en el rechazo… pero también en la alegría, en la confianza, en la vida y también en es resucitado.
Sígueme porque tu vida cobrará sentido, vivirás en plenitud y estarás conmigo. Porque te quiero y te quiero feliz. Y porque tú eres mi más bella criatura. Una sentencia de este porte no puede sino dejarnos sin palabras; hacernos sentir muy pequeños ante aquel que nos ama de una forma inconmensurable. Aquel que nos ha soñado y nos ha modelado.
Por eso, saberse en el encuentro con Cristo resucitado es una sensación tan grande que no se puede expresar con palabras y solamente se puede sentir, vivir, disfrutar y agradecer. Por eso mismo, en esa inefabilidad de Dios, en esa gratitud y en ese conocimiento de la vida una vuelve a su trabajo y a sus circunstancias.
Y no quiero cerrar este eco personal sin un GRACIAS mayúsculo por todo lo recibido. El cariño, la escucha, la comprensión, los abrazos, las miradas, las risas y las sonrisa y ese amor que se desborda cuando Dios está presente. Gracias por ser, una vez más, un remanso de paz y de espiritualidad, de oración, silenciamiento, pero sobre todo de vida. Gracias por ser dadoras de vida (y vida en abundancia) a la luz de Dios.
Así que, sí, podríamos decir que esta Pascua ha sido I-NE- FA-BLE.