Carta abierta pidiéndote perdón

Perdóname si no sé contártelo mejor, si no tengo palabras más vehementes para transmitirte lo que vivo como mujer que ha entregado su vida a Dios.

Perdóname si mis gestos no son suficientemente elocuentes, o si mi silencio cuando intento transmitirte el fuego de mi corazón no es bastante expreso. Lo siento, no sé más, no tengo más.

Ojalá tuviera la capacidad de narrarte la grandeza de mi vida. Me gustaría que pudieras tocarla con las yemas de los dedos, muy ligeramente, porque solo así podrías intuir un poco del espacio habitado que hay en mí. ¡Cuánto desearía que mis ojos reflejaran la mirada del Jesús que me sostiene!, sobre todo si percibes en ti un atisbo de inquietud por entregarte a Dios de la manera que él imagina para ti, confiando en su buen hacer para contigo, confiando en que es lo mejor para ti aunque te suene extraño e incomprensible.

Perdóname si no te transmito pasión por Jesús y su mensaje, si no llego a tocar tu corazón con mis palabras y mi vivencia. No quiero buscar excusas, quizás mi vida no arde tanto como para quemarte.

Una antigua oración recogida en la Biblia dice: “que por mi causa no queden defraudados los que te buscan”. Ese es mi deseo, que no sea yo la causa de que mires hacia otro lado.

Pero… es pura soberbia esto que pretendo, lo sé. No tengo que ser yo quien conmueva tu alma, quien te impulse a seguir los pasos de Cristo de manera convencida, a pesar de las dificultades (que las hay), a pesar de los temores (que se manifiestan), a pesar de las miradas y comentarios que rechazan o no comprenden. No, no soy yo quien tiene que enamorarte, ni tan siquiera mi vida, es Jesús, el Maestro, quien te mira necesitado, quien te llama y te espera.

No te escondas, sé fuerte, lánzate como lo hizo él, cuando lloraba porque no le comprendían, porque no lo entendían.

Como él, como él.

Perdóname una vez más, y, cuando arda tu corazón, por favor, déjame tocarlo, simplemente rozarlo, o solo percibir el calor que desprende, para poder encender aún más el mío.