
25 Ago Sábado Semana XX Tiempo Ordinario
“Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar maestro, porque uno solo es vuestro Maestro, y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo. No os dejéis llamar jefes, porque uno solo es vuestro Señor, Cristo.”
Me llama mucho la atención la facilidad con la que “olvidamos” un evangelio tan claro y sencillo como este. De hecho, este es un evangelio que de vez en cuando leo, y me pregunto: ¿estará en todas las Biblias o solo viene en algunas?
Nunca he oído a nadie preocupado porque en la iglesia sigamos utilizando títulos que separan y enaltecen a unas personas al tiempo que humillan a otras. No solo llamamos maestro, padre o jefe, más nos gusta lo de ilustrísima, excelentísimo o eminencia, pero tampoco nos desdice lo de superior, prior o general.
La misma vida consagrada con su toque profético y su marca de identidad que responde al deseo de vivir ya aquí en la tierra el Reino que llega, sigue permitiendo una estructura donde unas personas dirigen y otras son dirigidas…
Con lo sencillo y claro que es este evangelio parece que no puede ser real. Más de dos mil años de historia del cristianismo no ha conseguido que nos creamos y nos vivamos como hermanas y hermanos.
Decirlo lo decimos, en la teoría lo tenemos claro y los discursos suelen ser bonitos pero nos falta coraje y humildad para vivirlo.
Y también nos falta constancia, porque para vivir en verdadera hermandad tengo que creerme siempre y en todo momento igual que las demás. Pero en esto el orgullo y el miedo nos hacen una guerra continua.
Miramos a unas personas desde abajo, creyendo que son más valiosas por su condición social, su inteligencia o su talento, y esto nos hace buscar, para compensar, a otras personas menos hábiles que nosotras y creernos así que valemos más que ellas.
Lo cierto es que ninguna persona vale más que otra, quizá por eso el evangelio del miércoles, con la parábola de los trabajadores de la viña nos muestra a Dios pagándole lo mismo a los primeros que a los últimos (Mt 20,1-16). Todo valemos lo mismo: ¡un denario!
Porque lo que somos es infinitamente más valioso que todo aquello que podamos llegar a hacer. Qué hermosas serán nuestras relaciones humanas cuando vivamos esta verdad.
Oremos
Regálanos, Trinidad Santa, una mirada como la tuya que nos haga capaces de ver hermanas y hermanos iguales. Amén.