Sábado de la Semana XVII del Tiempo Ordinario

 “Ella, instigada por su madre, le dijo: -Dame ahora mismo en una bandeja la cabeza de Juan el Bautista.”

(Mt 14, 1-12)

El primer derecho, el más fundamental, es el derecho a la vida. Pero es quizá el más frágil de todos. La vida, con toda su grandeza, es un don muy delicado.

En los últimos tiempos hemos construido las sociedades modernas sobre la base de los Derechos Humanos, olvidando, demasiadas veces, que los Derechos Humanos no son más que humo sin la responsabilidad mutua.

¿De qué me vale que haya una Declaración Universal que diga que yo tengo derecho a la vida si tengo a una sola persona atentando contra mí? ¡De muy poco!

Claro que la Declaración de los Derechos Humanos es un logro para toda la humanidad pero debemos seguir trabajando (¡y mucho!) por ser cada vez más responsables y cuidadosas unas con otras.

Nuestra vida, como la de Juan Bautista, puede estar sujeta al capricho de una niña instigada por su madre, o a la política migratoria de un país, o a las ideas fanáticas de un grupo social.

Y no solo se trata de nuestras vidas sino de cualquier vida. Cada vida que se pierde injustamente, violentamente es una pérdida para toda la humanidad.

Más allá de nuestra raza, condición social, sexo, lugar de origen, capacidades físicas o intelectuales… Toda vida forma parte de la Vida, de Dios, de lo que somos y cuando una vida es arrebatada por egoísmo o por orgullo, algo muere en cada ser humano.

Y, al mismo tiempo, cuando se denuncian las injusticias y los abusos, se sana y se alivia el sufrimiento que provocaron. Cuando nos convertimos en posibilitadoras y cuidadoras de la vida en todas sus formas nos parecemos más y más a aquello que somos en esencia.

Oración

Ayúdanos, Trinidad Santa, a velar por la vida; que honremos a quienes mueren violentamente caminando juntas caminos de paz.