casa

Sábado de la II semana del Tiempo Ordinario

“En aquel tiempo volvió Jesús con sus discípulos a casa, y se juntó tanta gente que nos los dejaban ni comer. Al enterarse su familia, vinieron a llevárselo, porque decían que no estaba en sus cabales.”

(Mc 3, 20-21)

El evangelio de hoy nos lleva nada más y nada menos que a casa de Jesús. ¿Se referirá a su casa de “toda la vida”, allí donde vivía también María? No lo sabemos, pero parece que estamos en terreno conocido, cerca de donde vivía la familia de Jesús, por eso se enteran de lo que está haciendo y van a buscarlo para llevárselo.

Nos gusta conocer la casa donde viven las personas que queremos: conocer su casa y su familia es señal de amistad, de intimidad. Jesús se lleva a sus discípulos a su casa y así ellos pueden conocer mejor quién es. Pero también van a conocer los conflictos con los que él se encuentra.

La predicación y la manera de vivir que ha empezado Jesús es diferente. Todo lo que es diferente, todo lo que se sale de lo “normal” llama la atención y provoca o acogida, o rechazo, o indiferencia. Como Jesús ha empezado molestar, su familia se preocupa y quiere intervenir. Quieren que Jesús vuelva a hacer lo de siempre y que deje de llamar la atención, quieren evitar que acabe trayendo problemas.

Le sucedió a Jesús y en mayor o menor grado nos ha pasado a todas en algún momento de la vida. Siempre que hacemos algo inesperado las personas cercanas se sienten en la obligación de hacernos entrar en razón. No lo hacen con maldad, aunque a veces se equivocan, como le pasaba a la familia de Jesús. Conocían tanto a Jesús que eran incapaces de reconocer en él al Mesías.

A veces conocemos tanto a las personas que no les dejamos ser ellas mismas, no les dejamos desplegarse, las protegemos tanto que a penas pueden moverse. O las encasillamos de tal manera que no podemos descubrir sus dones.

Y con Jesús, con Dios, nos puede pasar lo mismo: podemos conocerlo tanto que no le dejemos ser Dios en nuestra vida.

Oración

Danos, Trinidad buena, un corazón de niña, abierto y lleno de asombro, que se confía a los suyos y les deja ser.