
27 Ago Lamiendo las puertas de la iglesia
Estos días, en la oración del amanecer, estamos orando con las puertas de la iglesia abiertas.
La oración transcurre en penumbra, despiertas a esa luz que va abriéndose paso cada mañana y que nos va devolviendo la tangibilidad de lo creado, y la sorpresa de lo invisible.
Los huéspedes, animosos, van entrando y acomodándose entre la penumbra y la casi duermevela de la hora. A algunos se los oye bostezar.
Hace calor estos días, incluso aquí, tan al norte, incluso a esas horas, tan madrugadoras.
Hemos abierto las puertas, y parece que se nos cuela más vida.
Juraría que el mar está lamiendo los muros del monasterio, como los gatos lamen su pelaje y se acicalan. Es tal el sonido cercano de la mar que aseguraría que se ha recogido los faldones y se ha trasladado a nuestro barrio.
Estos días el mar está revuelto, juguetón, y viene a rezar con nosotras. Es imposible no escuchar su voz y unirla a las nuestras. Su tono grave, ronco, que va y viene, acompaña el rasgueo de la cítara, los cantos y los carraspeos.
Desde luego, no son horas para decir «¿qué te pasa, mar, que huyes»? No huye, al contrario, está a las puertas de nuestra iglesia. El valle en el que vivimos nos regala estas ilusiones estivales. Apetece levantarse y asomarse a la puerta, con ganas de chapotear en las olas que, indecisas, no terminan de entrar en nuestro coro.
Mientras la luz va ocupando su sitio, otras criaturas se suman a esta oración de la alborada: pájaros, gallos, algún huésped que pasea por los jardines,…
Los minutos van pasando y el sonido del mar se vuelve más lejano, nos deja y regresa a su espacio, a esos escasos tres kilómetros donde habita el resto del año.
Pero en verano la mar se hace huésped, y viene a rezar con nosotras. O esa sensación tenemos.
Y canta, vaya que si canta.
Y no desentona.
Está claro que sabe lo que hace: encontrarse con el Creador.